La ciencia de la tipografía

Ellen Lupton

Ellen Lupton publica en Typotheque un artículo que resume las diversas investigaciones científicas aplicadas a la tipografía que se desarrollaron durante el siglo XX. Aunque quizás los métodos utilizados en estas pruebas no fueron de todo acertados, las conclusiones a las que se llegaron resultan por lo menos interesantes.


A pesar de los heroicos esfuerzos para crear un discurso crítico sobre el diseño, esta profesión siempre fue gobernada por costumbres e intuiciones. Interesada en actitudes alternativas, recientemente me dediqué a la literatura científica enfocada a la tipografía.

Desde finales del siglo XIX, investigadores de varios campos — psicología, ergonomía, interacción del hombre con el ordenador y diseño — hicieron diversos test sobre la eficacia de la tipografía. Estas investigaciones, desconocidas para los diseñadores más actuales, nos informan rigurosamente, quizás de un modo aburrido y poco concluyente, de cómo la gente responde a las palabras escritas en una página impresa o en una pantalla.

¿Qué aprendí después de sumergirme por cientos de fotocopias y descargas de periódicos con nombres como “Tecnología del Comportamiento y la Información” y “Periódico Internacional de Estudios Hombre — Máquina”? Mucho y poco.

Cada estudio prueba ciertas variables por separado (tipografía, interlineado, resolución de la pantalla, etc) y aunque racional y científico, este proceso resulta un poco problemático debido a que muchas de esas variables influyen sobre las otras.

En 1929 Donald G. Paterson y Miles A. Tinker publicaron un análisis sobre el tamaño de la tipografía, análisis que forma parte de una serie de estudios que hicieron en la búsqueda de la “higiene de la lectura”. Los textos fueron expuestos en 6, 8, 10, 12 y 14 puntos. El estudio concluyó en que 10 puntos es el tamaño óptimo para una lectura eficiente, pero ese resultado solamente es válido para el texto con una anchura particular (80 mm.) y utilizando una tipografía específica (que no fue revelada).

Otro estudio de Paterson y Tinker probó diez tipografías distintas, incluyendo tipografías tradicionales con serif, la Kabel Lite (de palo seco), la American Typewriter (monoespaciada) y la gótica Cloister Black. Solamente estas dos últimas provocaron alguna variación significativa de velocidad en la lectura. La conclusión de los autores: “Las tipografías [...] de uso común son todas igual de legibles.” La ciencia deja al diseñador un gran abanico de posibilidades donde escoger.

En 1998, un estudio probó varias tipografías en pantalla revelando conflictos entre cómo se comportan los usuarios y sus gustos personales. Un equipo de la universidad Carnegie Mellon comparó la Times New Roman con la Georgia (tipografía con serif diseñada para pantalla). Aunque en un principio no se encontró ninguna diferencia objetiva, los usuarios prefirieron la Georgia, que la definieron como más nítida, amable y fácil de leer. En el segundo test se comparó la Georgia con la Verdana, tipografía de palo seco diseñada también para ser leída en pantalla. En este caso, los usuarios expresaron una ligera “preferencia subjetiva” por la Verdana, pero realizaron una mejor lectura con la Georgia. Una vez más, el estudio acabó sin ninguna norma definitiva.

¿Cómo se juzga la eficacia tipográfica? La “legibilidad” se refiere a la facilidad con la que una letra o palabra puede ser reconocida (examinada por el ojo), mientras que la “lecturabilidad” describe la facilidad con la que un texto puede ser comprendido (en un proceso mental de frases con significado). Los diseñadores acostumbran a distinguir entre “legibilidad” y “lecturabilidad” como la parte objetiva y subjetiva de la experiencia tipográfica. Para los científicos, sin embargo, la lecturabilidad puede ser calculada objetivamente, siendo la velocidad de lectura la comprensión. Los experimentos en muchos de los estudios citados aquí fueron desarrollados leyendo un texto y respondiendo unas preguntas después. (Velocidad y comprensión fueron analizadas juntas porque una lectura más rápida se alcanza a menudo a expensas de la comprensión del contenido).

La literatura sobre la lecturabilidad incluye numerosos artículos que explican donde y por qué se prefiere el papel en lugar de la pantalla. En 1987 se hicieron varias investigaciones para IBM sobre las variables que afectan al texto tanto en pantalla como en la página, como la calidad de la imagen, tipografía o el interlineado. Aunque la intención era identificar el culpable de las bajas prestaciones de las pantallas, descubrieron algo muy distinto: la existencia de un conjunto de factores donde cada variable afectaba a las otras. Se demostró así que la pantalla no era la causa de su propia ineficacia; el culpable era el modo en que se presentaba el texto, en otras palabras, su diseño.

En un segundo experimento, el equipo de IBM comprobó que las diferencias de eficiencia entre el papel y la pantalla podrían ser eliminadas completamente si las pantallas se creasen para parecerse más a las condiciones “normales” de impresión. En este estudio se utilizaron tipografías negras y suavizadas en una pantalla clara de alta resolución — características que llegaron a ser más o menos estándares en la década de 1990. La investigación de IBM estableció que las convenciones de diseño desarrolladas para impresión se pueden traducir para la pantalla.

Mientras que este trabajo confirma la concordancia entre el diseño en papel y pantalla, otra investigación desafió algunos de nuestros conceptos más asentados: cuestiona la longitud de línea y el número apropiado de caracteres por línea. El modernismo suízo promovió durante mucho tiempo las líneas cortas como ideales para la lectura, desde Josef Müller-Brockman (siete palabras por línea) a Ruedi Rüegg (de cuarenta a setenta caracteres). Estas reglas llegaron a convertirse en instintivas para muchos diseñadores.

La ciencia, no obstante, nos revela algo muy distinto. Un estudio determina que las líneas de gran longitud son mucho más eficientes que las cortas, concluyendo que las columnas de texto deben cubrir lo máximo posible la pantalla aunque las páginas HTML sin estructurar y con menos márgenes, expandiéndose para cubrir la pantalla con una sola columna, pueden transmitir una apariencia grotesca.

Otro estudio compara textos de ochenta caracteres por línea con otros de solo cuarenta. Las líneas de ochenta caracteres fueron creadas estrechando el ancho de cada letra para que cogiera mucho más texto en el mismo espacio. A pesar de este crimen imperdonable contra la tipografía, el estudio descubrió que los usuarios podían leer las densas líneas con mucha más eficacia que otras con menos caracteres — y por lo tanto con proporciones normales.

Cuestionar las normas establecidas no es malo. Quizás las investigaciones citadas aquí no nos dicen exactamente cómo tratar la tipografía pero sus conclusiones podrían ser útiles de otras maneras. Por ejemplo, el espacio en blanco en todo lo relacionado con la tipografía fue algo siempre muy defendido. Quizás sea hora de reconsiderar el valor de la densidad en una página de papel o en una pantalla creando un ambiente más humano. Evitemos las posturas demasiado refinadas y la excesiva distancia entre la ‘a’ y la ‘b’. Apoyemos una mayor riqueza, diversidad y compacticidad entre la información y las ideas, la gente y los lugares.

Este artículo, traducido por Oscar Otero, se pude ver en la web de Ellen Lupton en su versión original inglesa: Science of Typography


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